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San Jorge

«LOS EUCALIPTUS DE MI PAPÁ»

Una historia emotiva y que decora parte de la historia y de la ciudad de San Jorge. Narrada por la hija de un hombre que vivió en nuestra ciudad y fue quien plantó los eucaliptus que por varios años fueron un paisaje en la zona cercana adonde pasaba el tren.

 

En un escrito redactado por María Angélica Marengo para la Revista Literarte Digital, se narra parte de la historia de su padre quien llegó a nuestra ciudad tras una sequía en el Noroeste del país: «durante los años 1935 a 1937 se produjo una importante sequía que afectó duramente a las regiones áridas y semiáridas del noroeste argentino. La gran sequía hizo fracasar dos cosechas seguidas, y disminuyó el stock ganadero vacuno y caprino en un 80%. Esto tuvo consecuencias catastróficas en una sociedad rural, cuya dieta dependía en gran medida de su propia producción, desatando la hambruna más notable en la historia contemporánea de esta provincia. Las iniciativas del Estado fueron dispersas y tardías, y no pudieron contener los problemas de miles de familias que enfrentaron el hambre y el desamparo social. Este drama regional adquirió dimensión nacional a través de la prensa oral y escrita, que en los últimos meses de 1937 promovió una campaña solidaria en gran escala. El éxodo inauguró un sendero migratorio hacia las zonas fabriles de Berisso, Ensenada y el Gran Buenos Aires. La sequía también estimuló la construcción de los diques Los Quiroga (1949) y la presa de embalse de Río Hondo (1968)», describe en la nota para entrar en contexto de la historia que asociará a su padre con nuestra ciudad.

LA LLEGADA A SAN JORGE

«En ese contexto económico y social, mi abuelo comenzó un derrotero en tren con su familia a cuestas, en busca de trabajo y vivienda. Iba de pueblo en pueblo, pasó por Mortero, Brikman, Suardi y llegó hasta San Jorge, no se sabe bien en qué año -Entiéndase que esto es una historia donde los datos históricos sólo suman como telón de fondo- Se ubicaron en una vivienda cercana al pueblo, con un gran terreno propio y sin delimitar. Había un sembrado de naranjos y mandarinos cuyo límite se extendía hasta “El canal”, punto geográfico más alejado del pueblo que se utiliza como referencia en la frontera norte con el pueblo contiguo. En ese entonces todo era campo. Mi papá tendría unos quince años y recorría ese basto terreno trabajando, comiendo naranjas, haciendo travesuras. Fue por ese tiempo que sembró unas semillas de eucaliptus al costado de las vías del tren«, redacta con precisión María Angélica refiriéndose a la trama que enriquece esta historia.

«Pasó el tiempo, pasaron los trenes, dejó de pasar el tren, las vías muertas transmutaron en una senda aeróbica hasta “El canal”. Mis abuelos se mudaron a una casa propia, dejaron el criadero de nutrias junto con los naranjos y ese predio lleno de historias. Después de la mudanza, en la adolescencia de mi papá, llegaron los trabajos, la noviecita, el casamiento, nosotras (mi hermana y yo), la casa propia, todo. Pasaron los distintos presidentes, las hiperinflaciones, las crisis políticas, los años oscuros de la historia argentina, los malos gobiernos, los buenos intendentes, y los eucaliptus seguían allí, como vigías inermes del crecimiento de la ciudad, de los niños, de los grandes, de la población, del tejido urbano. Con el tiempo, no hace mucho, mi papá nos contó que había sembrado esos eucaliptus, nunca supe por qué no lo dijo antes, pero eso lo tiñe de misterio, de magia. Los visitábamos cada vez que salíamos a caminar, nos sacamos fotos emblemáticas con ellos, se los presentamos a amigos y conocidos como los “eucaliptos de mi papá”.

Y agrega, tal vez, la etapa más triste de la historia: «Se agotaron los terrenos céntricos, se agrandó la ciudad, y un día alguien los sacrificó. Murieron en silencio, quedaron en nuestra memoria y en las fotos».

Finalmente, a modo de reflexión, describe: «Los árboles en la ciudad son seres vivos que nos regalan vida. Su presencia suaviza el ambiente y sus hojas movidas por el viento, susurran melodías que nos transportan al mundo natural. Son protectores del aire y ofrecen un hogar a la fauna. Son esenciales para una vida plena. Los árboles son los pulmones, el hígado y el corazón palpitante de las ciudades, del mundo. El progreso no debe ser insensible a la historia, a la geografía, a la naturaleza, en definitiva, al patrimonio cultural y natural de una ciudad o comarca. El progreso bien entendido contempla una sana convivencia entre el pasado y el presente».

«El pasado nos da cuenta de qué y cómo estamos hechos. Y el presente se nutre del pasado para atender las demandas y necesidades actuales y futuras. Ambas dimensiones deben interactuar sin entorpecer la identidad y evolución de una región. Ni entorpecer su memoria», concluye.

Fuente: Revista Literarte Digital

Redactado por María Angélica Marengo

Edición Portal San Jorge.